Reflexiones colectivas sobre la salud del sistema

No nos sorprende, si entramos a un hospital público, encontrarnos con colas interminables para conseguir un turno a las cinco de la mañana, que después de atendernos nos digan que el tomógrafo no va a andar por unos meses, o que no se pueden hacer cirugías porque no hay ropa esterilizada en el quirófano.

Tampoco nos sorprende si esa misma tarde vamos a una clínica privada y encontramos una sala de espera con sillones de cuero apuntando hacia un plasma, si vemos a los pacientes internados comiendo comida gourmet, o habitaciones a la altura del mejor hotel cinco estrellas… Estas diferencias entre una salud de primera y una de cuarta son pequeñas muestras de una tendencia cada vez más acentuada: en un mundo donde el mercado parece dominar todos los órdenes de la vida, la salud se ha convertido en una mercancia más.

 La primer consecuencia que vemos es una división al interior del sistema sanitario de nuestro país, que cuenta actualmente con tres piezas diferentes: el sector privado, para quienes quieren y pueden elegir distintas ofertas de salud; el sistema de obras sociales, creado para la atención de los trabajadores en blanco, financiado por los aportes de los mismos y de sus empleadores; y por último, el sector público, ideado para garantizar salud para toda la población, pero que en la práctica funciona dando respuesta a quienes quedan por fuera de los otros sectores. Salta a la vista que la diferencia de presupuesto en cada subsistema se materializa en distintos niveles de accesibilidad y confort. La ecuación es simple: cuanto más se paga, mejor el servicio. Basar en el poder adquisitivo el acceso a algo tan básico como es la atención médica es sin duda uno de los principales obstáculos a derribar si pretendemos transformar nuestro sistema de salud.

Sin embargo, hay algo que escapa a la mayoría de los análisis que pueden leerse sobre esta situación. Si afinamos un poco más la mirada veremos que en realidad estos sectores que aparentan funcionar como mundos diferentes, son muy similares a la hora de entender la salud. En los tres subsistemas, la salud es una cosa que se tiene o se deja de tener. En los tres subsistemas, el enfermo es aquel que carece de salud y que acude al médico para recuperarla. En los tres, la relación médico-paciente es lineal y unidireccional: el primero le dice al segundo lo que tiene que hacer para volver a un estado saludable. En los tres, el paciente calla, escucha y ejecuta.

El modelo de la medicina hegemónica produce en el paciente el desentendimiento de su propio malestar: todo se soluciona con una pastilla. La salud pasa a percibirse nada más que como efecto de una tecnología, como capacidad de transitar por una serie de artefactos -diagnósticos, terapéuticos-. Esto da como resultado la impotencia, el sentirse incapaz de modificar las cosas. La atención médica vista desde el lado del paciente, son una serie de aparatos que atravesar, un turno que pedir, unas colas que esperar… una exterioridad con el propio cuerpo y con el sistema de salud (público o privado), un no poder hacer.

Sabemos que una de las formas que se plantean para resolver algunas de las desigualdades es la organización de un sistema único de salud. El mismo implicaría asegurar el acceso de toda la población a la atención sanitaria y tendería a paliar las diferencias que vemos entre los que pueden pagar y los que no. Creemos que un cambio en este sentido sólo se puede impulsar y sostener si va de la mano con una transformación de todas estas concepciones y prácticas. Por otro lado lo esencial del problema quedaría inmutado si la salud continúa pensándose en el plano de lo individual, los trabajadores de la salud siguen actuando como técnicos de la enfermedad, y el paciente continúa siendo despojado de su condición de sujeto.

Las políticas de salud y lo que pasa en la consulta médica aparecen como separados a simple vista. Separados, en el sentido de que cada uno tiene un rol determinado aislado del otro: el gobierno puede hacer un hospital, el médico puede recetar un fármaco, y no se ve ninguna relación entre las políticas en salud y lo que ocurre dentro del consultorio en la relación médico paciente. Pero si concebimos al malestar como una unidad biológico-socio-cultural, entonces se hacen visibles otras cosas.

Pensemos en lo que pasa con el Chagas, donde hace décadas que se usan los mismos fármacos porque no hay más investigación… ¿Por qué pasa eso? ¿Cómo se sostiene eso? ¿Qué pasaría si los pacientes de Chagas pudieran decidir sobre la planificación de políticas de salud? ¿Qué pasaría si en lugar de ir al hospital nada más que para recibir un fármaco en una consulta de cinco minutos, los pacientes fuesen a los centros de salud para encontrarse con otros pacientes y tratar de buscarle la vuelta colectivamente a sus malestares personales y sociales?

Analizando esto, vemos que la participación comunitaria deja de ser una palabra bonita, o un principio respetable, y pasa a ser una estrategia construída desde abajo para mejorar la salud de toda la población. No se trata entonces simplemente de pasar de ser objetos de malas políticas de salud a objetos de buenas políticas de salud, sino de pasar a ser sujetos, ya sea en nuestra formación, en nuestro trabajo, o como pacientes.

Al mismo tiempo, pensamos que los problemas del sistema de salud van más allá de este. Por ejemplo, que exista una salud para ricos y otra para pobres es un problema mucho más profundo que tiene su origen en la existencia de una sociedad dividida entre unos muchos que trabajan y unos pocos que se apropian del trabajo de los otros, donde la salud se mercantiliza. Por eso, pensamos que transformar la salud es un problema específico que vemos como futuros trabajadores de ese ámbito, pero que sólo podremos lograr uniéndonos todos aquellos que hoy sufrimos el estado actual de la salud.

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