Nuevos brotes, mismas raíces

¿De qué hablamos cuando hablamos de política? ¿Por qué dedicar tiempo a hacer algo colectivo, a intentar transformar la realidad (que también es transformarnos)? ¿Por qué en el desierto del individualismo, del mundo jerárquico, del fin que justifica los medios, tratar de hacer algo?

No queremos delegar nuestra vida en otros. Tampoco ser nosotros los que hagan las muecas para convencer a los demás de que todo está bien o que todo está mal, de que sean espectadores en el teatro de sus vidas, mientras otros dirigen la función. Entre otras cosas, por eso hacemos política.

Para nosotros la política está íntimamente ligada a la vida cotidiana, se hace por acción o por omisión y la hacemos constantemente, muchas veces sin darnos cuenta. Cuando ayudamos a un compañero en un problema, por ejemplo, estamos haciendo política. En un mundo donde la competencia es el motor que mueve las intenciones, defendemos la idea de que el apoyo mutuo es la base de la vida, y que la solidaridad entre las personas es lo que permite hacer las mejores cosas, alcanzar el máximo bienestar posible entre todos. Entonces vamos a decir que ese es un buen motivo para hacer política: buscar extender la solidaridad (que no es lo mismo que caridad), en todos los órdenes de la vida.

Queremos entonces una política comunitaria, capaz de articular lo múltiple como pensamiento colectivo. Esa política es prácticamente inaprensible si no se experimenta. Requiere de poder preguntar al compañero antes que afirmar las propias verdades, requiere de silencios antes que monólogos, requiere entender que pensar con el otro no es una necesidad táctica para lograr acuerdos más amplios, sino parte esencial del mismo pensamiento.

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